Era una noche sin
contornos. De una bruma que se parece a rocío invertido y que llega a tocar con
los pies los edificios más altos de la ciudad. Esa que te obliga a entrecerrar los
ojos y fruncir el seño, que viene escoltada de una llovizna invariable y
fastidiosa. Yo me encontré quieta en el auto, con el motor
encendido, las gotas
golpeando el parabrisas, los vidrios
empañados y un grano mal
parido ubicado en el lado izquierdo de mi boca que no paraba de molestar. Acompañada,
por supuesto, de mi más fieles compañeras,
las
incondicionales,
las moralistas,
las paulatinas y sosegadas,
las señoritas HORAS
(si no las destaco se enfadan y empiezan a multiplicarse), que no se despegaban ni un segundo de mis ojos,
de mi frente,
de mi teléfono
y tampoco de mi
espejo retrovisor.
Yo, como siempre,
fiel a la puerta de enfrente que se burlaba de mí y de mi grano punzante. Más cerca
de ser estatua que pincel bailando, algo sofocada, comencé a golpear mi frente
contra el volante numerosas veces, intentando acelerar el ritmo de aquella
tediosa sinfonía.
Pero no.
No hubo caso.
El teléfono mudo,
el aire quieto y un trueno que reposaba en un calderón para resolver en una
cadencia plagal eléctrica que sonó bastante desafinada. Para mi mayor desagrado
e insatisfacción, un gato se detuvo a mirarme compasivo.
Por un segundo
quise ser como él…
mejor dicho,
quise ser él.
Supongo que fue cuando
sintió fuerte mis anhelos, que salió corriendo hacia la otra esquina.
Y otra vez de la
bruma a la puerta.
Pasó un largo
rato y yo con la mirada alternada entre el retrovisor y el teléfono para
acentuar mi vacío y soledad. La lluvia se volvió más sólida y sentí que tenía
que imitarla.
Lo hice.
Fue como bailar
un vals.
Y mientras llovíamos
juntas, vi que finalmente se abría la puerta
Y salió el perro.
Se subió a mi
auto pero no emitía sonido. Sin querer lo mojé y se enojó muchísimo, tanto que rugió
como león y me arañó la cara con una mano. Cuando lo quise acariciar me mostró sus fauces.
Yo sangré todo el
viaje y el parabrisas se puso nervioso. Cuando frenamos el perro me dio un beso
de amor y se bajó.
No pude
seguir.
La bruma me llegó
a los ojos, nubló mis anhelos y por último, el vidrio dejó de brillar.