viernes, 9 de noviembre de 2012

El mal tiempo prolongado

Yo me fui a dormir una noche, como todas las noches, creyendo que en ese instante, como todos los instantes, caería habitualmente y sin culpas, quiero decir las que son involuntarias, en la rutinaria cuenta regresiva de mi vida. Nunca jamás pensé, en este caso me refiero al pensamiento inductivo, el valor que tendría mi libertad, la de origen social, en la totalidad del ser humana; que si algún día quisieran, quiero decir un sujeto malvado, secuestrarla a cambio de colibríes, los que cotizan más alto, sería una gran estrategia de la cual no sabría cómo escapar. Pero la pregunta es ¿quién?, es decir, ¿quién querría quitarme la libertad? Yo, que yo sepa en mi corta vida, que ahora que la miro, para nada fue vida sino, como le dice don Julio, ladrillo de cristal, no le hice ningún mal a nadie. Bueno… errores claro que uno comete, de los que no son intencionales, pero ¿venganza inducida? no.... y pienso en las películas cuando empiezan a volverse espejismos, es decir, que uno se empieza a identificar con la sensación de ficción, y la potencialidad de esas lejanas realidades que se vuelven cercanas. Es en ese momento en el cual tu colibrí ya está corriendo riesgo porque vino alguien, no uno cualquiera sino, “alguien” que mientras mirabas una película, de esas que son drama y suspenso, se encargó de negociar tu libertad. Entonces la película, no tan en el sentido de obra de arte sino de ficción, no solo no termina sino que empezás a ser vos. Por lo tanto, fue esa noche, de la que vengo hablando incesablemente, esa que parecía ser tan peligrosamente cotidiana, porque soy de esas personas que creen las cosas que me estaban por venir ya estaban escritas, en la que se rompió el ladrillo de cristal; y recordé súbitamente, quiero decir en consecuencia del quiebre, los tsunamis recurrentes de mis sueños, esos que desde chica me venían a buscar al inconsciente, que evidentemente, porque era clarísimo, se estaban manifestando. Entonces, ahora que soy nube y oscura, puedo recordar con claridad lo que era claro, como el agua cuando no está en movimiento. Yo en ese momento veía el agua desde mi nube, lo lejos que estaba de ella y me daba nostalgia (de las que te agarran cuando escuchas un tango del Polaco), y pensaba que sólo ese “alguien”, el que no tiene forma ni sexo, podría exorcizarme de esa nube. Qué triste la vida de una nube; no triste de aburrida, como sería la de un cactus, sino triste de lejana (o por lo menos yo la sentía así en ese entonces porque me tocó ser una negra y fría, de esas que las otras nubes se alejan porque tienen miedo de contagiarse). Sin embargo creí en ese momento que si me tocaba ser nube, negra blanca o gris, tenía que llevarla con orgullo y hacerla brillar, desde ese lugarcito, pequeñísimo lugar que el mundo me daba, como lo hace un pasto siendo pasto, tan solo, repetido y pisoteado, pero presente en cada estación.

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